14
de octubre, martes por la mañana
Eran
las doce y cuarto de la noche cuando decidí entrar en el coche e
irme, había pasado dos horas en la casa del juez con cierta dosis de
fortuna. El día había sido largo y las discusiones en la Central excesivamente duras. En el fondo, todos estábamos asustados porque
seguíamos sin saber nada del Juez Antonio Vera y andábamos con la
mosca detrás de la oreja sobre el asunto.
Quizás
la fortuna se había aliado con nosotros al encontrar al asesino del
93 muerto sobre el escritorio del despacho del Juez, el muerto
no iba ya a resucitar para informar de que habíamos hecho mal nuestro
trabajo en aquel lejano expediente; por lo demás, lo único que
teníamos era una cadena con una medalla que contenía unas letras
cuyo significado desconocía y una llave que parecía ser de una
puerta de seguridad colgada de la misma cadena.
Conduje
con un bullir de pensamientos en la cabeza mientras me introducía en
San Martín de la Vega hasta la calle del Marqués de Lozoya. Estaba
deseando entrar en casa para releer aquel expediente por si se me
había escapado algo y acostarme con la tranquilidad de disponer de
un hilo por el que tirar de la madeja al día siguiente.
Aparqué
el coche en el exterior cuando observé que, en el caluroso silencio
de la noche de San Martín con el canto de las cigarras acosando al
sueño de los tranquilos vecinos del lugar, la puerta de mi humilde
casa se encontraba abierta. Con rapidez, pero de modo tranquilo y sin
sobresalto alguno, más allá de la tensión propia de desconocer lo
que sucedía, desenfunde mi pistola y me puse en posición
preventiva. Saqué el teléfono del bolsillo y llamé a Edy - ella era la policía que vivía más cerca de mí casa -. En su
proximidad, podría poner sobre aviso a los demás para que me
echaran una mano en el caso de que el asunto no pudiera ser
controlado con mi viejo revolver.
No
esperé a los refuerzos, valoré los riesgos y me acerqué a la
puerta empujándola con suavidad con la intención de no asustar al
intruso o a los intrusos. Entré - pistola en mano - medio agachado y
protegido por las paredes con la espalda pegada a una de ellas, pensé
en introducirme con el sigilo debido, primero en el salón y así lo
hice.
Fortalecí
la sujeción de la pistola apuntando al frente, me introduje y
encendí la luz protegiendo siempre mi espalda; en el salón no había
nadie - desde allí podía observar la cocina, el baño y la
habitación de la parte inferior de la casa – nadie por aquellos lugares. La puerta del sótano estaba cerrada con llave y sin
apariencia de haber sido forzada. Sin ninguna duda, la luz encendida
de la sala ya les habría puesto en antecedentes de mi presencia
allí, de modo que subí de forma algo más relajada al piso superior y verifiqué habitación
por habitación hasta entrar en la mía.
En
ella el aire soplaba menos fresco de lo que corresponde a un
mes de octubre normal en esta ciudad dormitorio de Madrid capital, pues la ventana de mi habitación se encontraba abierta. Guardé
la pistola y me dispuse a cerrar la ventana, yo siempre dejo todo
cerrado al marcharme de casa de modo que aquella ventana abierta era
una boca balbuciente que me decía entre los chillidos nerviosos de un viento cálido
que aquella fue la puerta de salida de los intrusos. Debieron
marcharse por ahí saltando al jardín vecino y, desde allí, a algún
vehículo con el que – quizás – me hubiera cruzado en mi
tranquila llegada a mi solitario hogar.
De
repente, un motor furioso sonó estridente callando al incómodo
sonido de las cigarras cantoras, un ruido de motor trucado como una
“mascletá” petardeó cerca de mi casa. Allí desaparecían los
intrusos que me había metido el miedo en el cuerpo. La sensación de
inseguridad recorrió mi espalda erizando el vello que recorre, como
la vega de un río, mi columna vertebral. El desconocimiento de la
identidad o identidades de quiénes se habían introducido en mi
fortín inexpugnable me hizo caer en el asiento de mi habitación con
la incertidumbre y el agotamiento tomando ya mi cuerpo por conquista.
Reordené
las ideas, me levanté y aseguré la pistola en la funda con el botón
de seguridad que permanecía suelto y desabroché el cinturón que
la sujetaba a mi axila para depositar el arma sobre la cama; recuperé el móvil para llamar de nuevo a
Edy para informarle de la nueva situación, pero ella ya estaba cerca de mi casa y me aseguró que si veía el vehículo sospechoso lo seguiría. Era
hora de valorar los daños.
Antes,
me introduje en el baño dispuesto a empaparme la cara y, entonces, miré al espejo fijamente. El fino cristal de aquella antigüedad
comprada por mi desaparecida esposa, además de reflejar mi cansado
rostro, mostraba el mismo escrito rojo que había encontrado en la
casa de la mujer asesinada en el 93, el mismo escrito que aparecía
en el asesinato de Juan Bravo y en el asesinato del extranjero
misterioso en la casa del Juez Antonio Vera. Una información
reservada que apenas conocíamos Goñi, Ana, Alonso y yo, pues yo
mismo me había encargado de borrarla en cada uno de los casos para
evitar la generalización del miedo y reservarme una información que
pudiera ser empleada como una franquicia del delito.
Una
sociedad miedosa es una sociedad anquilosada e incapaz de hacer
frente a sus enemigos, si la información que pretende infundir pavor
queda reducida a un pequeño grupo, el efecto del mal se reduce y la
eficacia de la investigación gana. La falta de ortodoxia de mi
comportamiento me había sido reprochada en muchas ocasiones, pero el
valor demostrado había sido alabado por todos aquellos que lo
sabían. Las pesadas cargas de la labor policial son nuestra
servidumbre al servicio público, el miedo no debe extenderse. Un
miedo que se multiplicaba cada vez que leía el mismo texto una y otra
vez, pero esta vez en mi propia casa: “It is Me”; es decir: “Soy
Yo”.
¿Iba,
acaso, a ser yo la siguiente víctima ritual de esta morbosa serie de
crímenes?, ¿sería consecuencia de reservarme esta información
solo para mí?
Continuará
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