La cara de Juan era como un libro abierto que dejaba ver la letra impresa; y en ella se mostraba la angustia de quien sabe que ha cometido un enorme error en el pasado y hoy contempla los resultados de aquel trabajo. Un fatídico día de octubre, algo le recuerda que la sociedad en la que vivimos está podrida y esa putrefacción le ha tocado de lleno, pues todo es, al final, una gran mentira... y la mayor mentira de todas la justicia.
Porque en el código de Juan – el código de los hombres buenos - justicia significa hacer valer el bien y la verdad, sin embargo, - por azares del destino - un día de hace quince años cedió a la presión y tomó un atajo con conocimiento cierto del asunto. Un día tan solo que hoy cobraba dimensión y relieve frente a su mirada apesadumbrada.
Me acerqué a él siguiendo un impulso absurdo y le tranquilicé diciendo que nadie relacionaría los casos si él y yo no decíamos nada. Nadie nos importunaría si él, conocedor como era de su profesión, mantenía la calma, era prudente y retomaba el aplomo necesario para dar esas dos o tres órdenes necesarias para levantar el cadáver y listo. Allí estaba hecho todo lo que había que hacer, era tiempo de que el cuerpo visitase la morgue y la familia pudiera dar salida con el sepelio y los llantos a uno de ellos; el nuestro era el tiempo de investigar.
Mientras volvíamos al coche - Nené y yo - después de interrogar rutinariamente a los vecinos y a la gente de los establecimientos cercanos empecé a recordar todos los nombres de aquellos que habían intervenido en el caso del del 93. El desdichado "Piru" acabó en la cárcel de Soto durante casi diez años, para salir después con la condicional; falleciendo pocos meses después como consecuencia de una sobredosis sin aclarar del todo, según creía recordar.
Ana Allen, mi compañera en aquel caso, tuvo entonces un fuerte encontronazo conmigo. Aquel enfrentamiento deparó nuestra separación definitiva en el cuerpo. Ella se preparó para un ascenso al quedar relegada en la Central y ahora era Inspectora en la UDYCO, en la Unidad Central de Droga y Crimen Organizado. Resultaba trascendental localizarla para advertirle de la situación producida tras la muerte de la mujer de Juan Bravo pues ella podía recordar cosas que convenía callar, al menos por el momento.
Abrí la agenda de mi Smartphone mientras conducía y busqué su teléfono, descolgué y la llamé. Rápidamente le puse al corriente de lo sucedido hablando de lugares comunes y viejas aventuras. No sabía exactamente si mi teléfono estaba pinchado así que procuraba hablar de ese modo casi siempre evitando dar información concreta y tratando generalidades sin aparente importancia pero ambos conocíamos con precisión la cuestión de la que tratábamos.
En realidad, ella no me soportaba, pero en nuestra relación habíamos establecido de antiguo la reciprocidad mutua como norma de conducta por lo que nos respetábamos en nuestro trabajo y, a cambio, yo a ella tampoco la tragaba; sin embargo, a los oídos de Nené, que permanecía impertérrito a mi lado como si nada de aquello le importara un pimiento, parecíamos dos buenos camaradas. De eso se trataba.
Quizá no costaba parecer lo que habíamos sido años atrás, como corresponde al perro viejo que no quiere al amo pero disimula. Nos resultaba fácil fingir los modos y maneras en que nos conducíamos mutuamente años atrás, como si hubiéramos sido aquellos compañeros que compartíamos cerveza los viernes y fútbol los domingos de guardia.
Ana colgó con un “entiendo, silencio” dando por sentado que ella nunca diría nada ni nombraría este caso ni ningún otro caso parecido que pudiera conducir o dar pistas sobre esta cuestión en particular. Había comprendido que pese al poder que ahora atesoraba y, con el cual podía hacer mucho daño a ambos, ni Juan Goñi ni yo pasaríamos por alto ningún desliz en cuanto al asunto se refiere.
Continuará
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