Un
hombre de aspecto extranjero, pero sin definir el origen preciso –
de un norte de Europa muy amplio -. había sido capturado por una
cámara de seguridad de un banco que lindaba con la vivienda donde se
había cometido el crimen poco antes, justo tras la comisión del
mismo en el año 93.
“Sí,
era él. Y el crimen cometido entonces muy parecido al actual”.
Asumí el “eureka” de mi descubrimiento tras apreciar el
agrupamiento tan característico que el Retrato Robot arrojaba, si
bien los años descubren siempre un cansancio en la mirada que
trastocan levemente los rasgos dibujados, como si los ojos cayeran
rebosantes de culpabilidad.
Aquel
caso trataba del asesinato de una mujer de unos cuarenta años con
amputación del brazo derecho y una cruz o un aspa en el pecho que lo
perforaba hasta las vísceras. “Exactamente igual que este macabro
caso”. Las mismas circunstancias, el mismo sanguinario
comportamiento, los mismos detalles, las mismas náuseas que te hacen
dudar de si descabalgarte del mundo o vaciar mil veces una botella de
Chivas Regal en el salón de tu casa: “beber por beber”. Y una
risa sardónica brotó de mis labios podridos de dolor.
Se
me ocurrió la idea de que un crimen así, con tanto tiempo de
diferencia, podría estar relacionado con otros crímenes sucedidos
en cualquier lugar del mundo, pues el origen de la persona lo
delataba y las conversaciones mantenidas con colegas de la “Interpol”
parecían corroborar esa forma de proceder, a tenor de lo que mi
frágil memoria recordaba.
Me
puse en contacto con Smichdt de La Haya, amigo mío y miembro de la
Europol, con el cual había coincidido en un curso realizado en
Londres y organizado por Scotland Yard hacía ya unos cuantos años.
Con él había tenido la ocasión de colaborar antes en
otros casos, alguno de ellos se había transformado en una
verdadera aventura de persecuciones vividas entre distintas ciudades
europeas. Entre ellos creía recordar un crimen que parecía tener un
rito salvaje previo a un asesinato, pero lo recordaba vagamente.
Lo
llamé para obtener información sobre la existencia de casos
similares que él tuviera conocimiento a lo largo de estos últimos diecisiete años, pero su respuesta fue negativa en
primera instancia, aunque se comprometió a verificar la información
y a dar la alarma a las distintas policías nacionales por si algo
así hubiera ocurrido en otros países o pudiera repetirse de alguna manera.
La
forma de proceder del asesino parecía demasiado atroz; demasiado,
como para no dejar pistas en un comportamiento al límite de una
psicopatía, más propio de un loco que de un delincuente; más
propio de alguien que no asesina respondiendo a un impulso emotivo
sino a un calculado esquema
mental de actuar. Un psicópata, sin embargo, suele dejar algún rastro que
seguir.
Tampoco
era un crimen que respondiera a un comportamiento emotivo, el más
típico de los asesinatos es el asesinato impulsivo y sin
premeditación. Este es un crimen que se caracteriza por el borrado
poco escrupuloso de pruebas, fácil de seguir pues el asesino está
en el entorno de la víctima tan ocupado por borrar su rastro que
acaba por señalarse de forma inconsciente al no estar donde debería
estar, al no participar en lo que siempre participaba, al no aparecer
su huella donde estuvo siempre.
Un poco de presión policial solía
bastar para que su animo decayera y la confesión estaba hecha teñida
de arrepentimiento, muchas veces sincero. Pero ese arrepentimiento a los buenos policías no nos incumbía; nos incumben los hechos, la premeditación y el comportamiento doloso y, en ocasiones, alevoso del delincuente. Pruebas, hechos contumaces, la verdad objetiva de lo sucedido.
Este
crimen era distinto, un rompecabezas imposible de encajar, como
aquellos otros que iban y venía a mi maltrecha memoria. Este
parecía... un crimen ritual.
Continuará
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